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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL CAPÍTULO GENERAL
 DE LA SOCIEDAD DEL VERBO DIVINO (VERBITAS)

Sala Clementina
Viernes, 22 de junio de 2018

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Queridos hermanos y hermanas:

Permítanme que en primer lugar salude al Superior General y le agradezca las palabras que me ha dirigido en nombre de toda la Sociedad del Verbo Divino. Les doy la bienvenida y deseo manifestarles mi alegría de estar con ustedes en este encuentro, con motivo del Capítulo General, siempre un capítulo general constituye un momento de gracia para toda la familia Verbita, como también para la Iglesia y para el mundo entero. Y como se trata de seguir con fidelidad a Cristo, pidamos la asistencia del Espíritu Santo, «el Padre de los pobres», como le gustaba decir a san Arnoldo Janssen.

El tema que guía sus trabajos tiene un claro sabor paulino y misionero: «“El amor de Cristo nos urge” (2 Co 5,14): enraizados en la Palabra, comprometidos en su misión». Es el amor de Cristo que nos empuja a la renovación personal y comunitaria para fortalecer el compromiso de salir y anunciar el Evangelio. Para esto será necesario volver a mirar las raíces, ver dónde están arraigados, cuál es la savia que da vida a sus comunidades y a las obras que realizan, en cada rincón del mundo donde están presentes. Desde esta mirada a los orígenes, quisiera reflexionar en torno a tres palabras: confianza, anuncio y hermanos.

En primer lugar, la confianza. Confianza en Dios y en su divina Providencia, porque el saber abandonarnos en sus manos es esencial en nuestra vida de cristianos y consagrados. ¿Hasta dónde llega nuestra confianza en Dios, en su amor providente y misericordioso? ¿Estamos dispuestos a arriesgar, a ser valientes y decididos en nuestra misión? San Arnoldo estaba convencido de que en la vida de un misionero no hay nada que pueda justificar la falta de valentía y de confianza en Dios. No permitamos que entre nosotros, que hemos experimentado el amor de Dios, haya miedo y cerrazón, como tampoco que seamos nosotros quienes pongamos frenos y trabas a la acción del Espíritu. Conscientes del don recibido, de «tantas pruebas de la ayuda divina», los animo a renovar la confianza en el Señor y a salir sin miedo, a dar testimonio de la alegría del Evangelio, que hace felices a muchos. Que esta confianza en el Señor, renovada cada día en el encuentro con Él en la oración y en los sacramentos, los ayude también a estar abiertos al discernimiento, para examinar la propia vida, buscando hacer la voluntad de Dios en todas sus actividades y proyectos.

La segunda palabra es: anuncio. En su carisma es esencial proclamar la Palabra de Dios a todos los hombres, en todo tiempo y lugar, aprovechando todos los medios posibles, formando comunidades de discípulos y misioneros que están unidos entre sí y con la Iglesia. En el corazón de todo Verbita deben arder como un fuego que no se apaga las palabras de san Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16). Ese ha sido el desvelo de tantos misioneros y misioneras que los han precedido, esa es la antorcha que les han legado y el desafío que hoy tienen por delante. Su fundador pensó en ustedes como misioneros ad gentes. «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Noticia» (Mc 16,15). El mandato misionero no conoce fronteras ni culturas, pues todo el mundo es tierra de misión.

Aunque esto es un poco desordenado, pero el asunto es ir, después será el orden, más adelante. Pero la vida del misionero siempre es desordenada. Solamente tiene una seguridad de orden: la oración. Y con la oración va adelante.

Queridos hermanos: Si están anclados en la Palabra de Dios, enraizados en ella, si la asumen como fundamento de sus vidas y dejan que la Palabra arda en sus corazones (cf. Lc 24,32); esta Palabra los irá transformando y hará de cada uno de ustedes un verdadero misionero. Vivan y déjense santificar por la Palabra de Dios, y vivirán para ella.

La tercera palabra que propongo es hermanos. No estamos solos, somos Iglesia, somos un pueblo. Tenemos hermanos y hermanas a nuestro lado con quienes recorremos el camino de la vida y de nuestra propia vocación. Una comunidad de hermanos unidos por el Señor que nos atrae y nos aglutina, asumiendo lo que somos como personas y sin dejar que seamos nosotros mismos. De Dios reciben la fuerza y la alegría para mantenerse fieles y para marcar la diferencia, siguiendo el camino que nos indica: «Ámense unos a otros» (Jn 13,34). Es hermoso ver una comunidad que camina unida y donde sus miembros se aman; es la mayor evangelización. Aunque se peleen, aunque discutan, porque en toda buena familia que se ama, se pelea, se discute. Pero después hay armonía y hay paz. El mundo, como también la Iglesia, necesita palpar este amor fraternal a pesar de la diversidad y la interculturalidad, que es una de las riquezas que obtienen ustedes. Una comunidad, en la que sacerdotes, religiosas y laicos se sienten miembros de una familia, en la que se comparte y se vive la fe y un mismo carisma, en la que todos están al servicio de los demás y nadie es más que el otro.

Y así, unidos, podrán afrontar cualquier dificultad y la tarea de salir al encuentro de otros hermanos que están fuera, excluidos por la sociedad. Vivimos la cultura de la exclusión, la cultura del descarte. Salir al encuentro de esos hermanos excluidos, abandonados a su suerte, pisoteados por intereses egoístas… Ellos también son nuestros hermanos que necesitan nuestra ayuda y necesitan experimentar la presencia de Dios que sale a su encuentro. Allí también ustedes son enviados para hacer realidad el espíritu de las Bienaventuranzas a través de las obras de misericordia: escuchando y dando respuesta a los gritos de quienes piden pan y justicia; llevando paz y promoción integral a los que buscan una vida más digna; consolando y ofreciendo razones de esperanza a las tristezas y sufrimientos de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo… Que esta sea la brújula que oriente sus pasos de hermanos y misioneros.

Dos cosas, los orígenes. Los orígenes no son solo una historia, no son una cosa, no son una espiritualidad abstracta. Los orígenes son raíces y para que la raíz pueda dar vida hay que cuidarla, hay que regarla. Hay que mirarla y quererla. Les dije que estén arraigados a los orígenes, es decir, que los orígenes de ustedes sean raíz que los haga crecer. La segunda cosa, no es un pensamiento lúgubre. Piensen en los cementerios. Cementerios de regiones lejanas, en Asia, en África, en Amazonia… Cuántos de ustedes están allí y en la lápida se lee que murieron jóvenes, porque se jugaron, se jugaron la vida. Raíces y cementerio que también son raíces para ustedes. Que Dios los bendiga, recen por mí y no se olviden: raíces y cementerio. Gracias.

 



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