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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA REUNIÓN DE LAS
OBRAS PARA LA AYUDA A LAS IGLESIAS ORIENTALES (ROACO)

Sala del Consistorio
Viernes, 22 de junio de 2018

[Multimedia]


Discurso improvisado por el Santo Padre

Discurso entregado por el Santo Padre


DISCURSO DEL SANTO PADRE

 

La ROACO es algo muy importante. El Medio Oriente hoy es una encrucijada de situaciones difíciles, dolorosas. Y también en el Medio Oriente existe el riesgo ―no quiero decir la voluntad de alguien―, el riesgo de borrar a los cristianos. Un Medio Oriente sin cristianos no sería el Medio Oriente. Para los 50 años de la ROACO, hubiera querido leeros este discurso [muestra el texto escrito]. Todos lo tenéis en vuestras manos en inglés, y hacer un “duplicado” no iría bien. Pero como la preocupación por Medio Oriente es grande, me permito decir algo espontáneamente, y entrego el discurso escrito al Cardenal Sandri. Vosotros lo tenéis en inglés Y así no os aburro repitiendo las mismas cosas.

El Medio Oriente hoy sufre, llora, y algunas potencias mundiales miran hacia el Medio Oriente quizás no tanto con preocupación por la cultura, la fe, la vida de esos pueblos; lo miran para tomar un pedazo y tener más dominio. “Los cristianos ―dicen todos― son los primeros en el Medio Oriente, debemos respetarlos” Pero los hechos no son así. El número de cristianos disminuye. Hablé el otro día con el Cardenal Zenari [nuncio apostólico en Siria]. Disminuye. Y muchos no quieren regresar porque el sufrimiento es fuerte. Ellos aman la tierra, aman la fe, pero el sufrimiento ha sido fuerte, muy fuerte.

El Medio Oriente es la cuna del cristianismo: la tierra de Jesús. Vuestro trabajo de ayuda al Medio Oriente, de preocupación por el Medio Oriente, es muy grande, muy importante. Y estoy muy agradecido. En el Medio Oriente están las grandes Iglesias, las Iglesias antiguas, con su teología, sus liturgias. Y estas bellezas...; sus Santos Padres, sus maestros espirituales... La gran tradición del Medio Oriente. Debemos custodiar todo esto. Debemos luchar por esto. Vosotros lo hacéis y os lo agradezco, porque esa es también la savia ―por así decirlo― que proviene de las raíces para dar vida a nuestra alma. ¡Cuántos de nosotros usamos, para nuestra vida espiritual, la doctrina de los padres del Oriente, de los antiguos monjes que te enseñan el camino de la contemplación, de la santidad!

El Medio Oriente, en este momento en medio del dolor, es una tierra de migración. Y este es uno de los problemas más serios. Pensemos que en el Líbano un tercio de la población son refugiados, la mayoría sirios, porque han acogido a tantos sirios. Pensemos en Jordania, que también tiene un gran número de sirios, que sufren... Y también en Turquía. Después, Europa. Cuando estuve en Lesbos había muchos sirios, muchos, lleno... Cristianos, musulmanes, que huían. Y en Italia lo mismo. Es una tierra de migraciones hacia el exterior. E incluso entre los países de Medio Oriente.

Hay un gran pecado en el Medio Oriente, y lo sufre la pobre gente. El pecado del deseo de poder, el pecado de la guerra, cada vez más fuerte, más fuerte... Incluso con armamentos sofisticados. Y sufre la gente, los niños. El Medio Oriente hoy, no digamos que no tiene escuelas, pero son pocas escuelas, porque los bombardeos destruyen todo. Con pocos hospitales Este es el dolor de Medio Oriente. Es el gran pecado de la guerra. Pero también está nuestro pecado en el Medio Oriente. El nuestro. El pecado de la incoherencia entre la vida y la fe. Hay, tal vez no muchos, pero hay algunos sacerdotes, algunos obispos, algunas congregaciones religiosas, que profesan la pobreza pero viven como ricos. Y la ROACO también recibe los pequeños óbolos de las viudas, como dijo el cardenal prefecto, como un símbolo: lo poco de los humildes. Pero me gustaría que estos “epulones” ―religiosos, cristianos, algún obispo o alguna congregación religiosa― se despojasen más en favor de sus hermanos, de sus hermanas. El Señor no nos dejará solos. Y por eso digo que el Medio Oriente es una esperanza, una esperanza que debemos cultivar. Es una realidad espiritual, por la cual debemos trabajar, como vosotros trabajáis.

Muchas gracias por todo esto, de todo corazón. ¡Gracias!


 

Discurso entregado por el Santo Padre

Queridos amigos:

Me alegra encontraros al final de los trabajos de vuestra Asamblea Plenaria, que este año coincide con el 50 aniversario de la fundación de la ROACO. Saludo cordialmente al cardenal Sandri y le agradezco sus palabras de presentación. Extiendo mi agradecido saludo a los Representantes Pontificios de los países del Medio Oriente que todos los días acompañan la esperanza de las poblaciones cristianas o de otras tradiciones religiosas en tierras desafortunadamente marcadas por conflictos y sufrimientos. Con gratitud saludo a los representantes de los organismos católicos junto con los benefactores de la Congregación para las Iglesias Orientales, así como a aquellos que han sido colaboradores en los últimos años y están presentes en este importante aniversario.

Después del centenario del Dicasterio, recién concluido, la ROACO está viviendo su año jubilar. Según las Escrituras, en el año 50 resonaba el shofar, el cuerno que anunciaba el año de la liberación de los esclavos, del perdón de la deuda, del regreso a la posesión de la tierra, todo ello basado en la conciencia del don gratuito de la alianza y de la tierra, que era el signo de Dios a su pueblo. Os invito a recordar con gratitud el tiempo transcurrido, y sobre todo los rostros ―algunos ya han concluido su peregrinación terrenal― que en la Congregación, como en cada uno de vuestros organismos, han contribuido al esfuerzo de ayuda y caridad. El estudio de los proyectos y su apoyo material, gracias a la generosidad de muchos creyentes de todo el mundo, ha permitido que las diferentes expresiones de las Iglesias Orientales Católicas, tanto en la madre patria como en la diáspora, se hayan desarrollado y llevado adelante el testimonio del Evangelio. Un testimonio sometido a duras pruebas, a menudo la del dolor y la persecución, la primera por los regímenes totalitarios en Europa del Este, después, más recientemente, por las formas de fundamentalismo y de fanatismo con pretextos religiosos y de conflictos que no parecen querer cesar especialmente en el Medio Oriente. La solidaridad concreta que habéis manifestado ha salido al encuentro de las emergencias de la guerra y la migración, pero sobre todo ha sido capaz de garantizar la vida misma de las iglesias, las actividades pastorales y de evangelización, las obras sociales y de asistencia. Todo esto manifiesta el rostro de la Iglesia de Cristo que anuncia el Evangelio con obras y palabras, haciendo presente la caridad misma de Dios hacia cada hombre. De hecho, el año del Señor siempre tiene una dimensión de liberación interior, del corazón humano oprimido por el pecado, y exterior, en la nueva vida de los redimidos que anticipa los cielos nuevos y la tierra nueva en los que habitará la justicia.

San Pedro, en su discurso después de Pentecostés, recuerda la profecía, ―tan querida por mí―, de Joel: «Sobre todos derramaré mi Espíritu; vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros hijos tendrán visiones, y vuestros ancianos soñarán» (Hch 2,17). Las Iglesias Orientales Católicas, que son testigos vivos de los orígenes apostólicos, están llamadas de manera especial a preservar y difundir una chispa del fuego pentecostal: están llamadas día tras día a descubrir su presencia profética en todos los lugares donde son peregrinas. A partir de Jerusalén, la Ciudad Santa, cuya identidad y vocación peculiar debe ser preservada más allá de las diversas tensiones y disputas políticas, la presencia de los cristianos, aunque pequeño rebaño, obtiene del Espíritu la fuerza para la misión de testimonio, hoy más urgente que nunca. ¡Que de los santos lugares donde el sueño de Dios se cumplió en el misterio de la encarnación y de la muerte y resurrección de Jesucristo, brote un espíritu de fortaleza renovado que anime a los cristianos de Tierra Santa y Oriente Medio a comprender su vocación específica y a dar razones de la fe y de la esperanza!, ¡Que los hijos y las hijas de las Iglesias Orientales Católicas puedan custodiar su carga profética, de anuncio del Evangelio de Jesús, incluso en los contextos, a menudo, más secularizados de nuestro Occidente, donde llegan como inmigrantes o refugiados! ¡Que encuentren acogida tanto en el ámbito práctico como en el ámbito de la vida eclesial, conservando y desarrollando el patrimonio de sus tradiciones propias! Gracias a vuestra ayuda, pueden dar testimonio a nuestros corazones, a veces entorpecidos, de que todavía vale la pena vivir y sufrir por el Evangelio, a pesar de ser minoría o incluso perseguidos porque el Evangelio es la alegría y la vida de los hombres y las mujeres de todos los tiempos.

Permitidme una última palabra de agradecimiento y exhortación. Gracias a la actividad de la ROACO, a través de las miradas y los gestos de caridad que sostienen la vida de las Iglesias Orientales, el sucesor de Pedro puede también continuar su misión de búsqueda de los posibles caminos hacia la unidad visible de todos los cristianos. Mientras se trata de estrechar con humildad y corazón sincero la mano de los hermanos más alejados, los hijos no se olvidan y no se aman menos, sino que, también con vuestra ayuda se les escucha y ayuda a caminar como la Iglesia del Resucitado, a través de los desafíos y los sufrimientos espirituales y materiales, en Medio Oriente y en Europa Oriental.

Queridísimos, que siempre os acompañe en vuestra actividad la constante asistencia divina. Imparto de corazón a todos vosotros mi bendición apostólica, que extiendo a los organismos que representáis, a vuestras familias y a las comunidades a las que pertenecéis. Y os pido por favor que recéis por mí. Gracias.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 22 de junio de 2018.

 



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