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AUDIENCIA DEL SANTO PADRE FRANCESCO
A LAS DIÓCESIS DE UGENTO Y DE MOLFETTA

Aula Pablo VI
Sábado, 1 de diciembre de 2018

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Queridos hermanos y hermanas, buenos días:

Os agradezco que hayáis venido, tan entusiastas, tan alegres. Gracias. Agradezco a Mons. Vito Angiuli y Mons. Domenico Cornacchia las palabras que me han dirigido en vuestro nombre. Y gracias también por el pan: un hermoso pan, para hacerse un bocadillo.

El recuerdo de don Tonino Bello ha unido nuestros caminos: el mío hacia vosotros en abril y el vuestra hacia mí en estos días. Me gusta, pues, daros la bienvenida con una oración llena de afecto, que don Tonino pronunció al final de la última Misa del Crisma, justo antes de vivir su Pascua: «Me gustaría deciros uno por uno mirándoos a los ojos: “Te quiero”». Y que esta sea nuestra forma de vida: hermanos y hermanas que, mirándose a los ojos, saben decir: “Te quiero”.

En esa ocasión don Tonino también recomendó algo. Dijo: «Por favor, mañana, no os entristezcáis por ninguna amargura de vuestro hogar o por cualquier otra. No entristezcáis vuestra vida». Los que creen en Jesús no pueden estar tristes; «Lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste» (Il Vangelo del Coraggio, 2012, 145). Hagamos nuestra su recomendación de no entristecernos nunca: si la ponemos en práctica, llevaremos el tesoro de la alegría de Dios a la pobreza del hombre de hoy. En efecto, el que se entristece se queda solo, habla mal de todos, chismorrea aquí y allá. Tiene el corazón triste. El chismoso, la chismosa, tienen el corazón triste. Esta es la raíz. También aquí, cuando chismorrean, es porque ese hombre, esa mujer están tristes. En efecto, el que se entristece se queda solo, no tiene amigos y ve únicamente problemas; ve solamente el lado oscuro de la vida. Quizás todo es hermoso, todo blanco, todo luminoso; pero él o ella ven la mancha, ven la sombra, lo negativo. A veces, cuando encuentro personas así, que viven siempre tristes y criticando, pienso ¿Pero que tienes en las venas, sangre o vinagre? En cambio, los que ponen al Señor antes que los problemas reencuentran la alegría. Entonces deja de quejarse y, en lugar de entristecerse comienza a hacer lo contrario: consolar, ayudar.

Queridos hermanos y hermanas, esta noche comienza un tiempo de consuelo y esperanza, el tiempo de Adviento: comienza un nuevo año litúrgico, que trae consigo la novedad de nuestro Dios, que es el «Dios de toda consolación» (2 Cor 1,3). Si miramos dentro de nosotros, vemos que todas las novedades, incluso las continuas de hoy, no son suficientes para satisfacer nuestras expectativas. Nos quedamos siempre con hambre, a este ritmo, de novedad, de novedad.. Y no te sacias. «Tendamos hacia cosas nuevas porque hemos nacido para grandes cosas», escribió don Tonino (Non c’è fedeltà senza rischio, 2000, 34). Y es verdad: hemos nacido para estar con el Señor. Cuando dejamos entrar a Dios, llega la novedad verdadera. Él renueva, desplaza, siempre sorprende: es el Dios de las sorpresas. Vivir el Adviento es «optar por lo inédito», por lo nuevo, es aceptar el buen revuelo de Dios y de sus profetas, como lo fue don Tonino. Para él, recibir al Señor significaba estar dispuestos a cambiar nuestros planes (ver ibíd., 102). A mí me gusta pensar en San José, un hombre bueno, se durmió y le cambiaron los planes. Se durmió otra vez y le volvieron a cambiar los planes. Va a Egipto, se duerme otra vez, y regresa de Egipto. ¡Que sea Dios el que nos cambia los planes con nuestra alegría!

Es hermoso esperar la novedad de Dios en la vida: no vivir de esperas, que quizás no se hagan realidad, sino vivir en espera, es decir, desear al Señor que siempre trae novedad. Es importante saberlo esperar. No se espera a Dios con las manos en la mano, sino siendo activos en el amor. «La verdadera tristeza —recordaba don Tonino— es cuando ya no esperas nada de la vida» (Cirenei della gioia 2004, 97). Esto es muy feo. Estar muerto en vida, no esperar nada de la vida. Nosotros, los cristianos estamos llamados a preservar y difundir la alegría de esperar: esperamos a Dios que nos ama infinitamente y, al mismo tiempo, somos esperados por Él. Vista así, la vida se convierte en un gran noviazgo. No estamos abandonados a nosotros mismos, no estamos solos. Somos visitados, ya ahora. Hoy habéis venido a verme, yo os estaba esperando y os lo agradezco, pero Dios os visitará donde no yo puedo ir: en vuestros hogares, en vuestras vidas. Dios nos visita y espera quedarse con nosotros para siempre. Hoy, mañana, mañana, siempre. Si tu lo echas, el Señor se queda a la puerta, esperando, a la espera de que lo dejes entrar otra vez. No echemos nunca al Señor de nuestra vida. Él está siempre esperando estar con nosotros.

Os deseo que viváis el Adviento como un tiempo de noticias consoladoras y de alegre espera. «Aquí en la tierra es el hombre quien espera el regreso del Señor. Allá arriba en el cielo es el Señor quien espera el regreso del hombre»: ¡qué hermoso es esto! También Dios espera que vayamos allá. He aquí el tiempo de Adviento. Así hablaba don Tonino hace treinta años, comentando el Evangelio que escucharemos este domingo con palabras que parecen escritas hoy. Notaba que la vida está llena de miedo: «Miedo de nuestros semejantes. Miedo del vecino de casa... Miedo del otro... Miedo de la violencia... Miedo de no lograr algo. Miedo de no ser aceptado... Miedo de que sea inútil comprometerse. Miedo de que, de todas formas, el mundo no podemos cambiarlo... Miedo de no encontrar trabajo» (Homilía, 27 de noviembre de 1988). A este escenario sombrío, solía decir que el Adviento responde con «el Evangelio del anti-miedo». Porque mientras los que tienen miedo están tirados por el suelo, el Señor con su palabra levanta. Lo hace a través de los «dos verbos del anti-miedo, los dos verbos típicos del Adviento»: cobrad ánimo y levantad la cabeza (cf. Lc 21, 28). Si el miedo te hace tirarte al suelo, el Señor te invita a levantarte; si la negatividad te empuja a mirar hacia abajo, Jesús nos invita a dirigir nuestra mirada al cielo, de donde vendrá. Porque no somos hijos del miedo, sino hijos de Dios; porque el miedo se supera venciendo con Jesús el replegarse en uno mismo: yendo más allá de este replegarse.

Vosotros conocéis muy bien la belleza del mar —bello, vuestro mar—. Os digo algo: es el mar más azul que haya visto en mi vida. ¡Qué bonito! Ese mar que os abraza en su grandeza. Mirándolo, podéis pensar en el significado de la vida: abrazada por Dios, belleza infinita, no puede permanecer amarrada a puertos seguros, sino que está llamada a navegar, siempre. El Señor nos llama a cada uno de nosotros a salir al mar abierto. No quiere que seamos los revisores del muelle ni a los guardianes del faro, sino los navegantes confiados y valientes, que siguen las rutas desconocidas del Señor, lanzando las redes de la vida sobre su palabra. Una vida “privada”, privada de riesgos y llena de miedo, que se protege a sí misma, no es una vida cristiana. Es una vida sin fecundidad. No estamos destinados a sueños tranquilos, sino a sueños atrevidos. Aceptemos, pues, la invitación del Evangelio, esa invitación repetida tantas veces por don Tonino a ponerse de pie, a levantarse. ¿De dónde? De los sofás de la vida: de la comodidad que te hace perezoso, de la mundanidad que te enferma por dentro, de la autocompasión que te ensombrece. «Levantarse significa abandonar el suelo de la maldad, de la violencia, de la ambigüedad, porque el pecado envejece la tierra» (ibíd.). Alzados en pie, levantemos la mirada al cielo. Advertiremos también la necesidad de abrir nuestras manos a los demás. Y el consuelo que podremos dar sanará nuestros miedos.

Antes de daros la bendición, me gustaría saludaros con algunas palabras de esperanza, las de la última, brevísima “homilía” que don Tonino pronunció desde su cama, esperando a Jesús: «¡Señor mío y Dios mío! Yo también quiero ver al Señor resucitado y ser fuente de esperanza y alegría para todos. ¡Señor mío y Dios mío!». Que así sea para nosotros también. Gracias.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 1 de diciembre de 2018.

 



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