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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A
LOS OBISPOS DE ZUIZA EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Lunes 1 de diciembre de 2014

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Queridos hermanos en el episcopado,
reverendos padres abades:

Os saludo con alegría, mientras realizáis en estos días la visita ad limina Apostolorum, peregrinación que deseo sea fraterna, enriquecedora y fecunda para cada uno de vosotros y para la Iglesia en Suiza. Le agradezco, monseñor Markus Büchel, las palabras que me ha dirigido en nombre de todos.

Suiza es reconocida como país de paz, de coexistencia cultural y confesional. Es la sede de instituciones internacionales importantes para la paz, el trabajo, la ciencia y el ecumenismo. Aunque muchos habitantes están alejados de la Iglesia, la mayoría reconoce a católicos y protestantes un papel positivo en el ámbito social: su compromiso caritativo lleva a los pobres y a los excluidos un reflejo de la ternura del Padre. Vuestro país tiene una larga tradición cristiana. El próximo año celebraréis el gran jubileo de la abadía de San Mauricio. Es un impresionante testimonio de 1500 años de vida religiosa ininterrumpida, un hecho excepcional en toda Europa. Queridos hermanos: tenéis la grande y hermosa responsabilidad de mantener viva la fe en vuestra tierra. Sin una fe viva en Cristo resucitado, las grandiosas iglesias y los monasterios se convertirían poco a poco en museos; todas las obras laudables y las instituciones perderían su alma, quedando solamente ambientes vacíos y personas abandonadas. La misión que se os confía es la de apacentar la grey, caminando, según las circunstancias, delante, en el medio o detrás. El pueblo de Dios no puede subsistir sin sus pastores, obispos y sacerdotes; el Señor ha concedido a la Iglesia el don de la sucesión apostólica, al servicio de la unidad de la fe y de su transmisión completa (cf. Lumen fidei, 49). Es un don precioso, con la colegialidad que deriva de él, si logramos que sea eficaz, valorándolo para apoyarnos unos a otros, para vivir de él y para conducir a aquellos, que el Señor nos envía, hacia el encuentro con Él, que es «Camino, Verdad y Vida» (cf. Jn 14, 6). Así, esas personas, en particular las jóvenes generaciones, podrán encontrar más fácilmente motivos para creer y esperar.

Os animo a proseguir vuestros esfuerzos para la formación de los seminaristas. Se trata de un desafío para el futuro de la Iglesia. Esta tiene necesidad de sacerdotes que, además de una sólida familiaridad con la Tradición y el Magisterio, se dejen encontrar por Cristo y, conformados a Él, conduzcan a los hombres por sus caminos (cf. Jn 1, 40-42). Así, aprenderán a permanecer cada vez más en su presencia, acogiendo su Palabra, alimentándose de la Eucaristía, testimoniando el valor salvífico del sacramento de la reconciliación, y buscando las «cosas de su Padre» (cf. Lc 2, 49). En la vida fraterna encontrarán un apoyo eficaz ante la tentación de encerrarse en sí mismos o de una vida virtual, así como un antídoto permanente contra la soledad a veces ardua. También os invito a velar sobre vuestros sacerdotes y a dedicarles tiempo, sobre todo si se han alejado y han olvidado el significado de la paternidad episcopal, o piensan que no tienen necesidad de ella. Un diálogo humilde, verdadero y fraterno permite a menudo una nueva salida.

Habéis desarrollado la colaboración necesaria entre sacerdotes y laicos. La misión de los laicos en la Iglesia tiene, de hecho, una notable importancia, puesto que contribuyen a la vida de las parroquias y de las instituciones eclesiales, sea como colaboradores, sea como voluntarios. Es bueno reconocer y apoyar su compromiso, aun manteniendo la distinción clara entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio del servicio. Sobre este punto, os aliento a proseguir la formación de los bautizados respecto a las verdades de la fe y su significado para la vida litúrgica, parroquial, familiar y social, y a elegir con cuidado a los colaboradores. De este modo, permitiréis a los laicos insertarse verdaderamente en la Iglesia, ocupar el lugar que les corresponde y hacer fecunda la gracia bautismal recibida, para ir juntos al encuentro de la santidad y trabajar por el bien de todos.

Además, la misión recibida del Señor nos invita a salir al encuentro de aquellos con quienes nos ponemos en contacto, aunque por su cultura, su confesión religiosa o su fe se distingan de nosotros. Si creemos en la acción libre y generosa del Espíritu, podemos comprendernos bien unos a otros y colaborar para servir mejor a la sociedad y contribuir de modo decidido a la paz. El ecumenismo no sólo es una contribución a la unidad de la Iglesia, sino también a la unidad de la familia humana (cf. Evangelii gaudium, 245). Favorece una convivencia fecunda, pacífica y fraterna. Pero en la oración y en el anuncio común del Señor Jesús debemos prestar atención a que los fieles de todas las confesiones cristianas vivan su fe de manera inequívoca y libre de confusión, y sin retocar suprimiendo las diferencias en detrimento de la verdad. Por ejemplo, cuando escondemos nuestra fe eucarística con el pretexto de ir al encuentro, no tomamos suficientemente en serio ni nuestro patrimonio ni el de nuestro interlocutor. Del mismo modo, la enseñanza de la religión en las escuelas debe tener en cuenta la particularidad de cada confesión.

Os animo a expresaros juntos de manera clara sobre los problemas de la sociedad, en un tiempo en el que diversas personas —incluso dentro de la Iglesia— se sienten tentadas de prescindir del realismo de la dimensión social del Evangelio (cf. Evangelii gaudium, 88). El Evangelio posee una fuerza originaria propia para hacer propuestas. Nos corresponde a nosotros presentarlo en toda su amplitud, hacerlo accesible sin ofuscar su belleza ni disminuir su fascinación, para que llegue a las personas que deben afrontar las dificultades de la vida diaria, que buscan el sentido de su vida o se han alejado de la Iglesia. Desilusionadas o abandonadas a sí mismas, se dejan tentar por modos de pensar que niegan conscientemente la dimensión trascendente del hombre, de la vida y de las relaciones humanas, especialmente ante el sufrimiento y la muerte. El testimonio de los cristianos y de las comunidades parroquiales puede iluminar de verdad su camino y apoyar su búsqueda de la felicidad. Y así la Iglesia en Suiza puede ser más claramente ella misma, Cuerpo de Cristo y pueblo de Dios, y no sólo una hermosa organización, otra ONG.

Es importante, además, que las relaciones entre la Iglesia y los Cantones se desarrollen tranquilamente. Su riqueza reside en la colaboración particular, así como en la indicación de los valores evangélicos en la vida de la sociedad y en las opciones cívicas. Sin embargo, la particularidad de estas relaciones ha requerido una reflexión, iniciada hace algunos años, para conservar la diversidad de las funciones de los organismos y de las estructuras de la Iglesia católica. El Vademécum, que se aplica actualmente, es otro paso en el camino de la claridad y de la comprensión. Aunque las modalidades de aplicación varían según las diócesis, un trabajo común os ayudará a colaborar mejor con las instituciones cantonales. Cuando la Iglesia evita depender de las instituciones que, a través de medios económicos, pueden imponer un estilo de vida poco coherente con Cristo, que se hizo pobre, hace más visible el Evangelio en sus propias estructuras.

Queridos hermanos: la Iglesia proviene de Pentecostés. En el momento de Pentecostés, los Apóstoles salieron y se pusieron a hablar en todas las lenguas, pudiendo manifestar así a todos los hombres, a través de la fuerza del Espíritu Santo, su fe viva en Cristo resucitado. El Redentor nos invita siempre de nuevo a predicar el Evangelio a todos. Es necesario anunciar la buena nueva, no plegarse a las fantasías de los hombres. Muchas veces nos cansamos de responder, sin darnos cuenta de que nuestros interlocutores no buscan respuestas. Es necesario anunciar, ir adelante, plantear interrogantes con la visión apostólica jamás superada: «A este Jesús Dios le resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos» (Hch 2, 32).

Asegurándoos mi oración por vosotros, por vuestros sacerdotes y por vuestros diocesanos, os deseo que cultivéis con celo y paciencia el campo de Dios, conservando la pasión por la verdad, y os animo a ir adelante todos juntos. Encomendando el futuro de la evangelización en vuestro país a la Virgen María y a la intercesión de san Nicolás de Flüe, de san Mauricio y de sus compañeros, os imparto de todo corazón la bendición apostólica, y os pido fraternalmente que no os olvidéis de rezar por mí.

 



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